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hasta llegar á la hacienda del Chilachí, cuyo dueño era el Gobernador de todo el valle de Huancabamba; puso este señor quince hombres á disposicion del Padre para cargar los víveres necesarios, pero tuvo que despedirlos á los pocos dias, porque léjos de servirle de utilidad, mas bien le causaban estorbo. A los dos dias salieron de Chilachí y tres dias despues llegaron al Mirador, sitio que se encuentra en el elevadísimo cerro llamado Yanachaga. Desde este punto era de donde debian observarse las pampas y la direccion de los rios. A la llegada de la espedicion á este sítio, se hallaba cubierto de una densísima niebla que impedia ver objeto alguno; por fortuna la atmósfera se despejó por cinco minutos, durante los que tuvieron el tiempo suficiente para mirar lo que deseaban, pudiendo ya mas orientados proseguir su marcha.

Era en extremo molesta la bajada de aquel cerro, lleno como estaba de raíces que impedian andar, y tan empinado que en algunos sítios era preciso asirse de los bejucos y otros arbustos y dejarse colgar; á veces no se encontraba materialmente sítio donde poner los piés, y entonces no habia mas remedio que soltar los arbustos y dejarse llevar de la pendiente hasta que se encontraba terreno firme. Llegaron por fin los espedicionarios, con las manos y piés ensangrentados, hasta el Chuchurras, que tiene en aquel cerro su manantial, y despues de andar tres dias mas, atravesaron otro rio afluente de aquel al cual tributa bastante agua. Como el caudal que llevaba era suficiente para sostener una balsa y por otra parte todos estaban cansados de andar por aquellos matorrales, mandó el P. Calvo á los Sarayaquinos que cortasen unos excelentes palos de árboles que allí habia, y construyeran una pequeña embarcacion, en la cual entraron para continuar su viaje al dia siguiente por la mañana. Repuestos de las pasadas fatigas bajaban contentos la corriente del rio, aunque iban con la incertidumbre de que rio era aquel; en esta ignorancia y sin advertir el riesgo en que se ponian, metiéronse en una corriente tan furiosa, que pronto

se hallaron sin fuerzas para atraer la balsa á la orilla, cuando de repente notaron que iban á precipitarse contra un enorme peñasco. Advertido el peligro por el Padre, gritó con todas sus fuerzas: ¡Sarayaquinos á los botadores!; cumplieron estos con su deber, pero la fuerza de las aguas era irresistible y el naufragio parecia inevitable. Estaba el Padre en pié á la puerta del camarote, mirando á ambos lados por ver si descubria algun sítio hácia el cual pudiera dirigirse á nado, cuando advirtió que una rama que la Divina Providencia habia dirigido por aquella parte, se enredó con el camarote de la balsa, y haciéndole dar una media vuelta, la lanzó fuera de la corriente, quedando con este inesperado auxilio libres del peligro. La rama estropeó la mano que el Padre tenia puesta sobre el camarote, pero aunque le corrió bastante sangre, no le parecia sentir ningun dolor, ya que con aquella pequeña herida habian escapado de una muerte segura. Esto les sirvió de leccion para hacerlos andar mas cautos en lo sucesivo, de manera que cuando oian el rumor de alguna corriente rápida, saltaban en tierra quedando solo dos hombres para detener la balsa, mientras los demás seguian el camino por la ribera; y 'cuando habian llegado ya mas abajo del precipicio, aquellos la soltaban, recogiéndola los otros despues. El dia siguiente de haberse librado de aquel peligro divisaron unas grandes piedras cerca de la orilla, y como las vió D. Pedro Dominguez dijo: hasta aquí llegó nuestra frustrada espedicion. ¿Cómo, dijo entonces el Padre Calvo, no llegaron pues hasta el Palcazu? Porque debe estar muy léjos todavía, replicó el señor Dominguez; antes de media hora estaremos, repuso el Padre. En esta conversacion estaban todavía, cuando uno de los Sarayaquinos dice: Padre, hé aquí el Palcazu; y efectivamente, no distaba de allí mas que unas cinco cuadras. Aunque esto á todos llenó de alegría, el señor Dominguez esperimentaba cierta confusion. ¡Es posible, decia, que se haya hecho una espedicion tan ruidosa con el fin de llegar al Palcazu y que, despues de haber visto sus aguas tan de cerca, nos volviéra

mos sin haber podido dar razon de nuestro cometido? Pero no fué mia la culpa; no me faltó valor como no me falta ahora.

Entrados ya en el Palcazu, como el P. era conocedor de aquel rio hasta el puerto, se disipó en el ánimo de todos la ansiedad natural que antes esperimentaban, mayormente desde el riesgo tan inminente que habian corrido de perder la vida; no obstante, ya que no todos, algunos al menos de los que formaban parte de la comitiva, no dejaron de esperimentar un pequeño susto aquel dia. Fué el caso que como entre diez y once de la mañana llegaron á un sítio en que el rio forma una pequeña cascada; creyendo que habria caudal suficiente para deslizarse la balsa, no habian tomado ninguna precaucion, pero sucedió lo contrario quedándose varados en medio del rio. No es para descrito el temor que se apoderó de los indios del Cerro, al ver que la balsa no podia seguir adelante; perdieron el color, creyéndose condenados á tener que esperar la muerte en medio de aquellas aguas. Sin embargo no corrian ningun peligro, porque solo habia agua hasta la rodilla; pero con todo, no habia palabras bastantes para animarles y hacerles salir de la balsa, como era indispensable hacerlo para sacarla á flote, hasta que para darles ejemplo el P. saltó el primero al rio y tras él lo hizo el señor Dominguez; á los sarayaquinos no hubo necesidad de animarles, pues no tenian ningun temor, riéndose á carcajadas cuando veian los visages de los otros indios. Al fin, cuando todos estuvieron en el agua, levantaron la balsa por medio de palancas y sin dificultad la hicieron mover. Sin otra novedad, continuaron bajando por el rio hasta llegar al puerto al dia siguiente por la tarde. Allí se detuvieron por espacio de dos dias durante los que el P. y el señor Dominguez levantaron un plano de los sítios que habian recorrido, y enviaron al Prefecto del Departamento un parte, que esta vez pudo ser mas satisfactorio que el de la otra espedicion, despidiéndose luego el P. Calvo para el Ucayali y el señor Dominguez para el Cerro.

CAPITULO XIX.

Desgracia que esperimentaron las misiones, y muerte
de varios Padres.

Mientras tenian lugar los sucesos que acabamos de referir, las misiones del Ucayali esperimentaban un terrible contratiempo. Bajaba el P. Calvo por el Pachitea satisfecho del buen resultado de su compromiso con el Prefecto del Cerro, é iba pensando ya en otro viaje que debia hacer el siguiente año para ir al capítulo de Ocopa; entró en el Ucayali con la satisfaccion que esperimenta el que ha reportado victoria de una empresa muy difícil, cuando bien pronto su alegría debia trocarse en inconsolable afliccion. Al pasar por delante de las primeras casas de infieles Schipibos, que habitaban á la orilla del rio, hizo dirigir hácia ellas la canoa y no dejó de sorprenderle el profundo silencio que en todas partes reinaba; entró en una de aquellas chozas y su sorpresa creció de punto al observar que habia cinco sepulturas recientes. No tuvo empero que discurrir mucho para averiguar lo que aquello significaba. Uno de sus peones se habia sentido atacado de las viruelas en el Pozuzo; y retirándose al Mayro se hizo conducir por otros dos peones hasta el Ucayali. Esta enfermedad de las viruelas es la mas temida de los indios; porque dicen que para todas las enfermedades tienen remedio en el monte, menos para esta. Los dos indios que conducian á aquel desgraciado, temerosos del contágio, al llegar

cerca del Ucayali construyeron una pequeña balsa y entrando en ella dejaron al paciente ya medio moribundo, en la canoa, á merced de las aguas. Al pasar por delante de la casa de los Schipibos, viendo estos que nadie la conducia quisieron aprovecharla, yendo dos hombres con otra canoa á recogerla; pero viendo dentro un enfermo en tan mal estado, lo llevaron con su misma canoa hácia su casa; pidióles el paciente que le diesen de beber, por que la sed le abrasaba, encargándoles el mismo que se lo diesen desde lejos para no inficionarse; hiciéronlo así los Schipibos y, dando un empuge á la canoa, volvió el moribundo á seguir á merced de la corriente, sin que nada mas se haya sabido de él. Bastó este pequeño contacto que tuvieron con el enfermo, para que se contagiase toda aquella gente; y aun que varios de ellos se dispersaron, todos perecieron. Los dos indios que le habian abandonado, no tardaron en recibir el castigo de su poca caridad; porque el uno murió en breves dias en el monte sin auxilio alguno y el otro se sintió atacado del mal, y aun que no murió, comunicó sin embargo el contagio á su mujer que falleció en pocos dias. Enfermaron luego dos jóvenes neófitos, que tambien murieron; siendo estos las únicas víctimas que en aquel sitio causó la enfermedad, evitando sin duda que hiciera mayores estragos el grandísimo temor que le tienen los indios; pues en el acto en que se declaró Sarayacu quedó desierto, permaneciendo únicamente los Padres que estaban tambien enfermos, un hombre de cerca setenta años y dos mujeres que habian pasado ya las viruelas en Tarapoto.

Afligido en estremo, bajaba el P. referido por el Ucayali, y aumentaba su tristeza la carencia absoluta de noticias respecto lo que pasaba en Sarayacu; pues que ninguna de las personas que hubieran podido informarle de lo que ocurria queria hablar con él ni le permitian entrar en sus casas, ni aun socorrerle en lo que él y sus compañeros necesitaban. La afliccion se le acrecentaba conforme se acercaba á Sarayacu; aquellas playas que en el verano estaban cu

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