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CAPÍTULO XV

I. Autoridad de los Príncipes en asuntos de disciplina.-II. Si alguna vez puede ser necesario el consentimiento expreso de la autoridad temporal: doctrina de la Iglesia.-III. Refutación de la de aquellos que afirman que puesto que la Iglesia nació en la República, y no la República en la Iglesia, pueden los Príncipes dar disposiciones acerca de la disciplina externa:-IV. Pruebas históricas en dicho sentido.-V. Cuándo podrá ser conveniente el consentimiento tácito de los Príncipes, cuándo bastará su beneplácito y en qué otros casos será suficiente poner sólo en su conocimiento los acuerdos de la Iglesia.-VI. Derechos de los Monarcas de España en su estado actual de relaciones con la Santa Sede.

I

Siendo tan vasto el campo de la disciplina eclesiástica, claro es que no puede fijarse una regla para señalar siempre el grado de intervención de los Príncipes; pero desde luego puede afirmarse que esa intervención depende del estado de relaciones con la Silla Apostólica y de la naturaleza del asunto de que se trate, y muy especialmente de las concordias celebradas entre ambas potestades. Lo que no debe confundirse es la cooperación que en asuntos de disciplina pueda corresponder, por uno ú otro título, á la autoridad temporal, con la facultad de legislar en materias eclesiásticas, cuya facultad reside sólo en la Iglesia.

II

Los regalistas resuelven en sentido afirmativo la cuestión

de que alguna vez puede ser necesario el consentimiento expreso de los Príncipes; y aun otros canonistas, que no parecen tan decididos defensores de los llamados derechos Reales, pretenden por lo menos conciliar opuestos intereses; así vemos que Golmayo, al tratar de la intervención de los Prín cipes en asuntos de disciplina, dice: que una nueva división territorial, el aumento del personal del clero, creación de nuevas Sillas Episcopales, supresión de las antiguas y otras reformas por este estilo, son asuntos demasiado graves, y de muy transcendentales consecuencias en el orden civil para prescindir enteramente de toda cooperación por parte de la autoridad temporal; así es, añade, que en unos casos será necesario el consentimiento expreso, en otros el tácito, en otros su beneplácito, y en algunos ponerlo únicamente en su conocimiento.

Parece, pues, que dicho autor se propone afirmar que tratándose de una división territorial es indispensable el consentimiento expreso del Príncipe; para el aumento del personal del clero, el tácito; para la creación de nuevas Sillas Episcopales, su beneplácito; y para la supresión de las antiguas, ponerlo sólo en su conocimiento.

Pero concretándonos ahora al consentimiento expreso del Monarca, diremos: que en ningún caso es de necesidad; podrá ser útil y conveniente, y por esto vemos en la práctica que tratándose de divisiones territoriales eclesiásticas, generalmente se verifican por medio de concordatos; pero de esto á asegurar que los poderes temporales tienen derecho inconcuso á intervenir en esta clase de negocios, prestando su consentimiento expreso, hay una inmensa distancia.

Precisamente la Iglesia ha sostenido en todas ocasiones su libertad y su verdadera independencia, y esta ha sido su doctrina constante. No hay más que recordar lo ocurrido en el Concilio de Calcedonia, cuando tratándose de una división territorial, dijeron los Padres al Emperador Marciano: «Hablen sólo los Padres, y callen los Príncipes». Esta es una prueba evidentísima de que podía hacerse aquella división

sin consentimiento expreso del Emperador é independientemente de la del Estado.

Si alguna duda nos quedara, por sostener otros autores la exacta correspondencia de la división territorial de la Iglesia con la del Imperio Romano, afirmando que á las alteraciones civiles se seguían iguales alteraciones en la Iglesia, y que á imitación del defensor de la ciudad, del procónsul y del exarca, se establecieron los Obispos, los Metropolitanos y los Patriarcas; no tenemos más que examinar la historia, y veremos todo lo contrario. En efecto, hecha la división de la Iglesia Oriental y Occidental, no hay la más pequeña relación entre el número de Exarcas y Patriarcas, toda vez que en Occidente existían nueve Exarcados, y no hubo más Patriarca que el de Roma; y en Oriente, que se conocían cinco Exarcados, tampoco hubo más que cuatro Patriarcas: igualmente sucede con las metrópolis civiles de la Prefectura Romana; estas eran diez, y sin embargo, no había más que dos Sillas Metropolitanas, Siracusa en Sicilia y Calaris en Cerdeña. También faltaba dicha regla en Africa, donde existían seis provincias, y á excepción de Cartago, la dignidad Metropolitana iba aneja al Obispo más antiguo.

III

Algunos escritores regalistas, y especialmente Cavallario, afirman: que puesto que la Iglesia nació en la República, y no la República en la Iglesia, pueden los Príncipes dar disposiciones sobre la disciplina externa, citando al intento una ley de Constantino el Grande para que no se ordenasen los curiales.

Increíble parece que el expresado autor, que reconoce la dist nción establecida por Jesucristo entre el sacerdocio y el imperio, incurra en tales errores. El mismo Jesucristo al fundar su Iglesia estableció un Sacerdocio, al que sólo encargó su régimen y gobierno.

Pero es más; el Divino Maestro estableció por sí esa dis

tinción, con aquellas célebres palabras: «Dad á Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».

Y no se invoque en contrario esa ley de Constantino, porque esa ley nada prueba en favor de Cavallario y de los que opinan como él, toda vez que era una ley civil, tanto por su origen como por su objeto y por su fin. Sabido es que los curiales estaban adscritos á la Curia con su persona y bienes, siendo responsables de todos sus actos: ¿qué extraño es, pues, que se les prohibiera burlar las leyes civiles por razón de la ordenación?

En una palabra, el Emperador legisló sobre personas legas y bienes temporales, y de ningún modo sobre disciplina externa de la Iglesia.

IV

Y esta misma verdad se demuestra con pruebas históricas. Cuando la Iglesia estuvo perseguida, claro es que los Emperadores gentiles no tuvieron intervención en nada de cuanto pertenecía á su régimen y gobierno. Cambiadas las relaciones por la paz de Constantino, no dejó por esto la Iglesia de cumplir su divina misión, ni cambiaron tampoco la naturaleza é índole de ambas sociedades.

Vienen otros siglos, y únicamente el Pontificado salva los pueblos de la corrupción general, atendiendo con paternal solicitud á todas las provincias cristianas: lejos de intervenir los Príncipes en asuntos eclesiásticos, acuden á él como árbitro supremo hasta de las contiendas civiles. Es cierto que posteriormente, y en algunas ocasiones, los poderes temporales han pretendido traspasar la línea divisoria establecida por Jesucristo; pero siempre que han ocurrido estos hechos, la Iglesia ha recordado á los Príncipes los límites de sus atribuciones, de la misma manera que en lo antiguo lo hizo Osio, Obispo de Córdoba, al Emperador Constancio, cuando trató de juzgar y desterrar á algunos Obispos por combatir el arrianismo. Date scriptum est, le dijo, quae sunt Caesaris Caesari, et quae Dei Deo. Neque igitur fas est nobis

in terris imperium tenere, neque tu thianiamatum et sacrorum potestatem habes imperator.

V

No negamos la conveniencia de que los Príncipes den su consentimiento tácito, cuando se trate del aumento del personal del clero; pero para esto se hace preciso que el Príncipe ó su gobierno sea el que atienda á la subsistencia de ese clero.

Respecto á cuándo bastará su beneplácito, y en qué otros casos será sólo suficiente poner en su conocimiento los acuerdos de la Iglesia, estamos conformes con la doctrina de Golmayo, al afirmar: que basta lo primero, tratándose de la creación de nuevas Sillas Episcopales, y lo segundo cuando hayan de suprimirse las antiguas ó se dicten otras reformas análogas.

VI

No hay que esforzarse en la actualidad, como lo hizo en otro tiempo D. Antonio Llorente, para probar la competencia de los Reyes de España, en lo relativo á casi todos los particulares de que nos venimos ocupando.

Los Monarcas españoles tienen realmente determinados derechos, de que no pueden ser privados sin injuria; pero adviértese que estos derechos no les corresponden ipso jure, sino por virtud del título de Patrono, que le fué concedido por el Concordato de 1753. En dicho título, y no en otro alguno, se funda su intervención con arreglo á las leyes canónicas, en multitud de asuntos concernientes á la disciplina externa de nuestra Iglesia.

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