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fué debido á que la libertad é independencia de los Obispos debía estar muy comprometida por intrigas de los comprovinciales, por intereses de localidad, y hasta por influencia y parcialidad de los mismos Reyes y señores feudales, que más de una vez se mezclaron en estas contiendas, ó tomando la iniciativa, ó cooperando con todo su poder á deshacerse de un Obispo á quien miraban mal por cualquier causa.

Pero los autores confunden en verdad el objeto con el fin que se propuso el falsificador. El objeto de las Falsas. Decretales es el asunto ó asuntos sobre que versan, la doctrina que comprenden: el fin consiste en la intención que tuviera su autor.

Las Falsas Decretales contienen preceptos para que no puedan convocarse ciertos Concilios sin licencia ó consentimiento de la Silla Apostólica: se organiza también el derecho de apelación ante la Santa Sede: igualmente se ponen trabas y dificultades para los procesos de los Obispos, pues ni pueden acusar á éstos los infieles, los cómplices, las mujeres y los menores de edad, ni todos tampoco pueden ser testigos en dichas causas, siendo necesario concurran ei éstos las mismas circunstancias que para ser acusador; reuniéndose, además, el número de 72 testigos, cuyas mani festaciones sean contestes, para que semejante prueba deba estimarse como plena; y por último, se consigna: que no se aplique pena alguna, ó no se ejecute la sentencia, sin que ésta fuere consultada con el Romano Pontífice. Sucedía, por tanto, lo mismo que hemos visto practicar recientemente en el fuero civil, tratándose de asuntos criminales, pues toda sentencia recaída en causa criminal no podía ejecutarse, sin consultarla previamente con la Audiencia del territorio.

En cuanto al fin que se propuso el falsificador, diremos. que lo fué, el de dar garantías á los Obispos, y no el engrandecimiento de la Silla Romana, porque las Falsas Decretales nada contenían de nuevo respecto á las facultades de los Pontífices, cuyos derechos y preeminencias se apoyan en legítimos y evidentes monumentos; y de ningún modo necesita su potestad suprema del auxilio de monumentos falsos.

Por otra parte, es bien sabido que la jurisdicción que ejercen los Metropolitanos, en concepto de tales, es adventicia; es decir, dependiente de la que corresponde por derecho á la Silla Apostólica. Ahora bien, si es cierto que dimana del Romano Pontífice la jurisdicción adventicia de los Arzobispos, claro es que no puede decirse, en buena lógica, que el autor de las Falsas Decretales se propusiera defender los derechos del Pontificado, sino sólo los de los. Obispos, que se creían muchas veces perseguidos y ultrajados por intrigas de unos, por intereses contrarios de otros, y por parcialidades de los mismos señores feudales.

V

Dice Berardi que, á las consecuencias que resultaron delas doctrinas consignadas en las Falsas Decretales, se debe la mutación de la disciplina eclesiástica en aquella época. Más terminante aun está el Sr. Aguirre al afirmar que las Falsas Decretales han sido la causa del cambio en la disciplina exterior de la Iglesia. Otros autores niegan que la causa de ese cambio fuese la publicación de dichas Decretales, y añaden que éstas han sido el espejo donde se reflejó aquél. Nosotros creemos que las Falsas Decretales no cambiaron la disciplina; pues es indudable que el conocimiento de las causas mayores, por parte de la Silla Apostólica, no tuvo lugar hasta después del Decreto de Graciano.

Sin embargo de esto, no negamos que posteriormentecambió la disciplina; pero fué porque debió cambiar cuando llegaron otros tiempos y variaron también las circunstancias.

Pero es más, las Falsas Decretales aparecieron sin autoridad, pues ni tenían. siquiera la del nombre privado de su autor; y esto constituye una prueba cierta de que la reforma era reclamada por la opinión general, y que, como dice Golmayo, el autor de las Falsas Decretales no hizo otra cosa que consignar las ideas de la época, autorizándolas bajo el respetable nombre de los primeros Pontífices.

VI

La ignorancia del siglo en que salieron á luz las Falsas Decretales fué motivo suficiente para que fueran recibidas por todas partes. Además de esto, eran muchas las personas á quienes agradaba su nueva doctrina, pues los clérigos y los Obispos se mostraban propicios á ella: sólo los Metropolitanos tratarón de impugnarla; pero contentábanse con decir -que las Decretales insertas en dicha colección no estaban recibidas por el uso. De aquí el empeño de los más en divulgarlas á porfía en nuevos códigos, como si fueran tesoros sacados de los tiempos Apostólicos. En España no se conocieron hasta que fueron incorporadas en el Decreto de Graciano. En Roma se conocieron después que en Francia y Alemania, siendo estas últimas naciones aquellas donde más se generalizaba su estudio.

VII

Desde el siglo XIV principió á dudarse de la verdad de algunas Decretales anti-siricianas, sospechándose de otras ruchas en el siglo xv. Pero cuando quedó realmente demostrada la falsedad de los monumentos que contiene esta colección fué en el siglo XVI, con motivo de las grandes controversias que se suscitaron entre católicos y protestantes, acerca de los derechos del Romano Pontífice.

Clamó que era defectuosa, dice Berardi, aun el mismo silencio tan profundo de todos los antiguos; clamó y clama el estilo soez y bárbaro, ajeno del de los ancianos Pontífices; clamaron y claman la semejanza y uniformidad, ya de la locución, ya de las frases en todos los monumentos, aunque atribuídos á diferentes Pontífices de varios siglos, y de diverso carácter; los falsos señalamientos de tiempos y de notas consulares; los nombres nada correspondientes al siglo; los mismos asuntos muy ajenos de aquellas eras; innumerables sentencias extractadas de varios libros de Santos Padres más modernos; y en fin, la autoridad de la Sagrada Bi

blia, tomadas y citadas de la versión posterior de San Jerónimo.

En efecto, tres decretales hay del Papa Anacleto en las que se habla de apocrisarios, primados y patriarcas, siendo así que este Pontífice ocupó la Silla Apostólica en los tiempos en que tuvo lugar la segunda persecución contra los cristianos. Nada se dice, por otra parte, en las Falsas Decretales, de los mártires, ni de los lapsos, ni de otras muchas cosas que produjeron grandes controvers as en los primeros siglos.

Los falsos monumentos que comprende esta colección fueron conocidos y señalados por D. Antonio Concio, D. Antonio Agustín, Bellarmino, Baronio, Pedro de Marca, Cayetano Cennio y otros muchos.

VIII

En el siglo VIII, dió á luz Ingilrramno, que otros llaman Agilrramno, Obispo de Metz, un Código con el nombre de Capítulos, trasladando á éste muchos cánones de los Concilios griegos y latinos.

Su título vulgar es el siguiente: Capítulos del Papa Adriano, que se recogieron de los cánones griegos y latinos y de los sínodos romanos, en que andaban esparcidos, como también de los Decretos de los Romanos Pontífices, y entregó en Roma el Papa Adriano á Ingilrramno, Obispo de Metz, el día 18 de Septiembre en la Indición 9, cuando éste se hallaba allí en prosecución de su litigio. De otro modo se lee en los Códigos manuscritos antiguos, según aseguran Balucio y Natal Alejandro; es á saber: «Comienzan los Capítulos recogidos de diferentes Concilios, y Decretos de los Pontífices Romanos, por Agilrramno, Obispo Mediomatricense, y presentados al Papa Adriano.»

CAPÍTULO XXIV.

I. Capitulares de los Reyes Francos: sus fuentes y sus colectores.II. Colección del Abad Reginon.—III. Colección de Burcardo.IV. Colección de Abbon.-V. Decreto de Ivon de Chartres: su Panormia. VI. De otras colecciones de menor importancia.

I

Las Capitulares de los Reyes Francos sirvieron también en el siglo IX, para la formación de nuevas colecciones de monumentos eclesiásticos.

Mudado el aspecto del Imperio Occidental bajo Carlomagno y sus sucesores, se unieron tan estrechamente los Reyes de Francia con los Obispos de la Iglesia Galicana, que miraban con votos uniformes por la pública utilidad de la Iglesia y del Imperio. De aquí la convocación de los Estados generales, que eran una especie de asambleas mixtas, por reunirse en ellas los Obispos con los Próceres ó Magnates del reino, y sus decisiones se llamaban Capitulares, por la forma de capítulos en que se solían redactar. Estas juntas ó sínodos se denominaron también plácita y colloquia.

De aquí que se entiendan por Capitulares, las leyes civiles y eclesiásticas publicadas por los Monarcis franceses, con acuerdo de los Grandes y de los Prelados del Reino, ó sea la publicación por parte del Poder Real de las decisiones de aquellas asambleas.

Pero es de notar que, cuando se discutían asuntos eclesiásticos, únicamente los Obispos tomaban parte en su deliberación; así como, cuando eran civiles, discutían juntos Obispos y magnates.

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