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CAPÍTULO XXVIII

I. Período de transición entre el derecho nuevo y novísimo.-II. Discordias entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso.-III. La Silla Pontificia en Aviñón.-IV. Cisma de Occidente.-V. Progreso de dicho eisma.-VI. Su extinción en el Concilio de Constanza.

I

Algunos autores principian el derecho novísimo por el Cisma de Aviñón y la celebración de los Concilios de Constanza y Basilea: pero nosotros, conformes con Golmayo, consideramos este período como intermedio entre el derecho nuevo y novísimo, toda vez que ni los decretos disciplinales de dichos Concilios fueron aprobados por los Romanos Pontífices, ni se han recopilado en colecciones para la observancia general.

II

Felipe el Hermoso, Rey de Francia, quiso sujetar á los elérigos de su reino á llevar una parte de las cargas del Estado, y al intento impuso una contribución sobre los bienes eclesiásticos. Semejante atentado contra las inmunidades reales de la Iglesia motivó por parte de Bonifacio VIII, la Bula Clericis laicos, en la que se impone pena de excomunión á los que paguen dicho impuesto, con cualquier título ó denominación que sea, y á los que lo impongan ó exijan, ó para ello den consejo ó ayuda.

No quiere decir esto, que la Iglesia se niegue, como jamás se ha negado, á auxiliar con sus cortos rendimientos los in

tereses de la sociedad temporal, no; lo que ha sostenido en todas las épocas, y sostiene aún, es que sus donativos tengan el carácter de voluntarios; más claro, que se acuda á ella en demanda de auxilios temporales, que ella, como madre cariñosa, sabe vender sus joyas y hasta fundir sus cálices en beneficio del Estado, siempre que para esto concurran legítimas causas; pero no puede consentir que los Príncipes y Monarcas intervengan directamente en su régimen y gobierno, violando sus inmunidades, atropellando sus derechos y prerrogativas.

Deseoso el Pontífice de llegar á un acuerdo con Felipe el Hermoso, le manda en calidad de legado á Bernardo Saisset, Obispo de Pamiers; pero dicho Monarca se irrita contra el citado Obispo, por haberse encargado de semejante comisión, lo prende y encarga se le forme causa como rebelde á su Rey. Esto dió lugar á la segunda Bula de Bonifacio Ausculta filii, en la cual considera el hecho como un nuevo atentado y declara: de que la Iglesia está sobre el Imperio, y por tanto de que carecía de potestad para juzgar á los Obispos: concluye Bonifacio VIII su citada Bula, mandando á los Prelados que pasasen á Roma, para la celebración de una Asamblea. Inútil es decir que Felipe el Hermoso no permitió que asistieran los Obispos franceses; y no satisfecho con esto, hace quemar la Bula, como un escrito injurioso á su persona y dignidad. Bonifacio, sin embargo, celebra su Concilio en Roma, en el que se publicó su tercera Bula Unam Sanctam, en la que se manifiesta la superioridad del poder espiritual sobre el temporal; y el derecho de los Romanos Pontífices para juzgar á los Reyes, reprenderlos y castigarlos. Felipe, excomulgado por Bonifacio VIII, apeló al Concilio futuro de todos los autos dados contra él. Entre tanto, Guillermo de Nogaret, caballero gascón, lleno de un falso celo por la honra é interés de su Rey, halló medio de pasar á Italia, acompañado de Sciarra Colonna, y ya en ella, de acuerdo con los Colonnas de Roma y otros italianos, se presentó en Agnani, donde accidentalmente se encontraba el Pontífice, al frente de 300 caballos y gente de á pie, gritando

muera el Papa y viva el Rey de Francia. El resultado fué que Bonifacio VIII fué hecho prisionero, saqueado su Palacio y tratado por sus enemigos durante tres días con exagerado rigor: dícese que llegó á tener por cierta su muerte, y que tomando sin alterarse las insignias de su alta dignidad, subió á su trono, diciendo: «Muramos como Pontífice ya que somos vendidos. Al cabo de tres días, vueltos de su primer sorpresa los moradores de Agnani y avergonzados de haber dejado prender y maltratar al Pontífice, su paisano, pues era aquél natural del mismo pueblo de Agnani, acudieron á las armas para defenderlo: y en efecto, á la voz de viva el Papa y mueran los traidores, dieron sobre los franceses, y los echaron del palacio y la ciudad.

Libre ya Bonifacio VIII del riesgo que le había amenazado, parte inmediamente para Roma, donde muere al mes de este acontecimiento, abrumado sin duda por los disgus tos, ultrajes y contradicciones que sufrió durante su Pontificado.

III

Por muerte de Bonifacio VIII, fué elevado á la Silla Pontificia el Cardenal Nicolás Bacosín, que tomó el nombre de Benedicto XI. Era piadoso, prudente y amigo de la paz; pero falleció á los ocho meses de ocupar la cátedra de San Pedro, sin que por tanto hubiera podido realizar sus intenciones de concordia con Francia. Cerca de un año duró la vacante, al cabo de cuyo tiempo recayó la elección del Colegio de Cardenales en Beltrán de Goth, Arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V. Los primeros actos del nuevo Pontífice fueron nombrar diez Cardenales, y de éstos, nueve franceses, restituir á los Colonnas la dignidad de Cardenales, de la que habían sido despojados por Bonifacio VIII, absolver á Felipe el Hermoso de las censuras fulminadas contra él, y modificar las Bulas, objeto de aquellos disturbios. También trasladó la Silla Pontificia de Roma á Aviñón, ciudad de Francia, y allí permaneció por

espacio de setenta años, no obstante las reclamaciones de los italianos, y especialmente de los habitantes de Roma, que llevaron su disgusto hasta el extremo de negarse á pagar al Pontífice los subsidios que le correspondían como Senor temporal de los Estados de la Iglesia.

IV

Mientras la Silla Pontificia estuvo en Aviñón, la ocuparon sucesivamente varios Papas, hasta Gregorio XI, que fué quien la trasladó de nuevo á Roma, falleciendo al siguiente año. Entonces se procede á la elección de sucesor por los únicos 16 Cardenales que se encontraban en la Ciudad Eterna, de éstos, once eran franceses, cuatro italianos y uno español; los magistrados exponen los grandes perjuicios que en lo espiritual y temporal se habían seguido á la Iglesia por la larga ausencia de los Papas, solicitando, en su virtud, que la elección recayese en un italiano: durante el Cónclave, también el pueblo pedía con grandes gritos y alborotos que se nombrase un Pontífice romano; y he aquí la causa del gran cisma de Occidente, que por espacio de más de treinta y siete años, despedazó la Iglesia y escandalizó la Europa. Los Cardenales eligieron al fin á Bartolomé de Prignano, napolitano, y Arzobispo de Bari, que tomó el nombre de Urbano VI, siendo reconocido durante cuatro meses, no sólo por todos los Cardenales que asistieron al Cónclave, sino también por los otros siete, que dejaron de concurrir, pues el SacroColegio se componía entonces sólo de veintitrés individuos. Transcurrido aquel período de tiempo, y debido, sin duda, á las reprensiones que dicho Pontífice dirigía á los Cardenales franceses, por los defectos que descubrió en ellos, éstos se retiraron primero á Aragón y después á Fondi, en el reino de Nápoles, desde donde escribieron á los Príncipes cristianos, á las Iglesias y Universidades, manifestando que la elección del Arzobispo de Bari era nula, porque se había hecho por violencia y sin libertad.

Los Cardenales franceses reunidos en Fondi, procedie

ron bajo tales pretextos á nueva elección, recayendo ésta en el Cardenal Roberto, de la casa de los Condes de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII, y fijó su Silla en Aviñón.

Desde el punto en que se hizo pública esta elección, se dividió todo el catolicismo entre los dos Pontífices: naciones, pueblos y particulares se decidían por uno ú otro, según convenía á sus intereses, ó según la idea que habían formado sobre su legitimidad; viéndose también á personas de escla recida virtud bajo una y otra obediencia, como Santa Catalina de Sena y San Vicente Ferrer.

V

Uno y otro Pontífice procuraron hacerse de partidarios, aumentando su respectivo Colegio de Cardenales, siendo espléndidos en la concesión de gracias y tolerando la relajación de la disciplina. Las personas ilustres por su sabiduría, por su piedad y por su dignidad concurrían á poner pronto y eficaz remedio á este estado de verdadero escándalo. Tres eran los medios que se proponían para la extinción del cisma, á saber: la cesión de los dos pretendientes al solio Pontificio, á la que se seguiría una nueva elección libre y canónica; el compromiso, obligándose aquellos á estar y pasar por la decisión de cierto número de árbitros; y la celebración de un Concilio general, donde se examinase todo con la mayor imparcialidad. El primer medio era, sin duda, el más adecuado para la pronta terminación de dicho cisma; pero era muy difícil obtener esa renuncia de ambos contendientes, porque cada uno de ellos quería que el otro la hiciera antes.

En tal situación ocurre la muerte de Urbano VI, y los Cardenales que estaban en Roma, entraron en Cónclave y eligieron á Pedro de Tomacelli, que tomó el nombre de Bonifacio IX.

Continuaron, sin embargo, las negociaciones para llegar á un acuerdo, y mientras tanto se celebraban conferencias y se redactaban memorias. Clemente VII fué arrebatado por

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