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do lo cierto que el Episcopado se abstuvo de hacer uso de semejante prerrogativa.

Y no podía obrar de otra manera, porque sabía perfectamente que, caso de vacante de la Silla Romana, asume el Colegio de Cardenales las atribuciones Pontificias.

El único caso extraordinario que puede ocurrir, y saun éste se funda en la necesidad y utilidad de la Iglesia, es cuando se dude del legítimo y verdadero Pontífice, porque en este caso de cisma, tienen necesidad los Obispos de atender á las necesidades de los fieles, y puesto que no hay Papa cierto, no puede decirse que se prescinde del Primado.

Hay también algunos autores que afirman, que bien puede el Obispo dispensar ad cautelam ó declarar que no se requiere dispensa, cuando se duda de la necesidad de impetrarla; pero esta opinión está, en nuestro sentir, destituída de todo fundamento, porque para que se funde la dispensa del Obispo en la voluntad presunta de la Silla Apostólica, ha de otorgarse aquélla con causa urgente y necesaria.

CAPÍTULO V

I. Derechos y deberes de los Obispos: cargos de los mismos.—II. Predicación del Evangelio: abandono de este deber durante la Edad Media, y leyes eclesiásticas para extirpar este abuso: si tienen por la actual disciplina esa propia obligación, no obstante la organización de las parroquias: materias sobre que debe versar la predicación.-III. Visita diocesana: su objeto, fin y manera de practicarse: si pueden hacerla los Obispos por medio de delegados: si algunas dignidades eclesiásticas conservaron este derecho después de la celebra. ción del Santo Concilio de Trento: disposiciones del mismo con relación á la visita.-IV. Leyes patrias sobre esta misma materia.— V. De las procuraciones: fundamento de esta prestación: su origen: abusos que tuvieron lugar: reformas de los Concilios Lateranenses, cuyas disposiciones se adoptaron por D. Alonso el Sabio en el Código de las Siete Partidas.-VI. Disciplina vigente en España.

I

Las palabras derecho y deber tratándose de los Obispos, puede decirse que van como confundidas y destinadas á significar una misma cosa, porque lo que bajo un aspecto es un derecho, bajo otro aspecto es una obligación; así es, por ejemplo, que si el Obispo tiene el deber de visitar su diócesis, también es una de sus especiales prerrogativas, toda vez que sólo él puede hacerlo ú otra persona por su delegación.

Y á la verdad, el Episcopado es al mismo tiempo una carga muy pesada y un honor muy distinguido, carga y honor que entrañan muy importantes obligaciones. A éstas alude expresamente el Tridentino, cuando dice: «que está mandado por precepto divino á todos los que tienen enco

mendada la cura de almas, que conozcan sus ovejas, ofrezcan sacrificio por ellas, las apacienten con la predicación de la divina palabra, con la administración de los sacramentos y con el ejemplo de todas las buenas obras; que cuiden paternalmente de los pobres y otras personas infelices, y se dediquen á los demás ministerios pastorales» (1).

No hemos ahora de ocuparnos de la residencia de los Obispos, porque esta materia tiene su lugar oportuno en el tratado de los beneficios. Tampoco hemos de reproducir lo que levamos ya expuesto, al tratar de los actos propios de la potestad de orden; pero sí nos haremos cargo de otras obligaciones inherentes á la dignidad episcopal.

En primer lugar, es deber de los Obispos la frecuente celebración del santo sacrificio de la misa; si bien sólo es de precepto cuando ésta es necesaria. Esto no obstante, deben celebrar ú oir misa diariamente, según consejo de los sagrados cánones; y esta es la causa del amplio privilegio de altar portátil, del cual pueden usar sin restricción alguna. Conviene notar, que es opinión de muy ilustrados canonistas, que el Obispo no debe recibir estipendio por las misas que celebre, pues debe ofrecerlas por la grey que le está encomendada. El ceremonial de los Obispos prescribe celebren de pontifical el día de Pascua, al menos que se encuentren legítimamente impedidos; y les recomienda lo mismo en las festividades de Natividad, Epifanía, Ascensión, Pentecostés, San Pedro y San Pablo, Asunción de Nuestra Señora, Todos Santos, Dedicación de la Iglesia catedral y el Santo Patrón de la ciudad; ó cuando menos que la hagan celebrar esos días, en su presencia, con rito solemne.

También se enumera entre los oficios del Obispo, el cuidado paternal de los pobres: muchos son, en efecto, los cánones recopilados por Graciano, que recomiendan á dichos Prelados la limosna, hospitalidad y beneficencia. Lo mismo enseña la ley 40, tít. V, Part. 1.", pues dice: «hospedadores deben ser los Perlados de los pobres. Cá assi lo establesció

(1) Cap. I de Reform., Ses. XXIII.

Santa Eglesia, que fuessen las sus casas como hospitales, para rescebirlos en ellas, é darles a comer..... Cá non podrían ellos bien amonestar los otros, que ficiessen limosnas, si quando viniessen á sus casas los que oviessen mengua, cerrassen sus puertas é non los quisiessen rescebir: mas debenlos acoger, é facer el bien que pudieren..... E non tan solamente deben los Perlados ser hospedadores: más aun han de fazer limosnas á los que ovieren menester, mayormente á los que son pobres vergonzosos.»

Igualmente es obligación de los Obispos el hacer continuas preces, presidir las públicas, inducir á los demás fieles á orar, hacer fórmulas para verificarlo, publicar libros que traten de ello y hacer rogativas.

También les incumbe la predicación del Evangelio y la visita diocesana, de cuyos deberes hemos de ocuparnos separadamente.

En resumen, los cargos de los Obispos pueden reducirse á los cuatro siguientes: orar, predicar, administrar, y guardar el sagrado depósito de la fe y moral cristiana.

II

Ocupándonos ahora de la predicación, debemos decir: que este es uno de los más graves y sagrados deberes del Episcopado, pues fué el cargo especialísimo que confió Jesucristo á los Apóstoles, cuando les dijo: Euntes docete omnes gentes, praedicate Evangelium omni creaturae. Por esto los Apóstoles dieron tal importancia á este ministerio, que para cumplirle más desembarazadamente eligieron los siete diáconos en un Concilio de Jerusalén, á fin de que éstos tomaran á su cargo las viudas y huérfanos, y la recaudación y distribución de las temporalidades de la Iglesia. De aquí que los Obispos, legítimos sucesores de los Apóstoles, consideren siempre la predicación como una de sus primeras obligaciones. Y para que este deber lo tengan muy presente, se les pone en la consagración sobre los hombros el libro de los Evangelios, y en seguida se consigna en sus manos, con estas

palabras: Accipe Evangelium, vade, praedica populo tibi

commisso.

Dicha obligación la cumplieron religiosamente los Obispos en los cinco primeros siglos de la Iglesia, como se infiere de las homilias de San Juan Crisóstomo, y los sermones de San Ambrosio, San Agustín y otros padres; pero en el siglo vi empezaron ya los Obispos á ser algo remisos en la predicación. Sin embargo, se conservan cánones de Concilios celebrados en dicha época en los que se reconoce aun semejante deber; pudiendo citar, entre otros, los Concilios Toledano II y Valentino.

Pero avanzan los tiempos, y á medida que esto sucede va entibiándose el celo de los Obispos. Es verdad que concurrieron para ello algunas causas: la irrupción de los pueblos bárbaros, de una parte; y la ausencia de los Obispos de sus respectivas diócesis, de otra; pues envueltos en el régimen feudal, tuvieron que prestar en la guerra y en la paz los servicios que en tal concepto les exigían las leyes seculares, fueron motivos más que suficientes para el abandono de su sagrado ministerio. No por esto dejó la Iglesia de recordarles cuáles eran sus principales deberes, pues apenas se celebró concilio alguno en los siglos medios en que no se tratase de la necesidad de la predicación. En prueba de ello, basta recordar el can. X del Concilio IV de Letrán, en el que se dice: que si no pueden por sí mismos anunciar al pueblo la palabra de Dios por sus muchas ocupaciones, enfermedades, incursiones de los enemigos ú otros motivos, sin hablar del defecto de ciencia que en ellos es muy vituperable, y que en adelante no se tolerará de ninguna manera, elijan varones idóneos recomendables por su ejemplo y su doctrina para ejercer con provecho el ministerio de la santa predicación: y estos auxiliares podían nombrarse, no sólo para las iglesias catedrales y conventuales, sino también para las demás de la diócesis.

Posteriormente se celebró el Santo Concilio de Trento, y con tal motivo vuelven los Padres á ocuparse de tan importante materia. En el cap. II de Reform. Ses. V, se explican del

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