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IV

En el estado de libertad tampoco tiene la Iglesia derecho á ser protegida por parte de la sociedad civil, así como ésta no debe tampoco ingerirse ni mezclarse en cuanto de derecho divino y eclesiástico corresponde á aquélla: la base esencial de semejante situación es la libertad más absoluta, lo mismo de parte de la Iglesia que del Estado. Sin embargo, la Iglesia goza, si se quiere, dentro de un territorio dado, de más derechos que los que ejerce en el estado de tolerancia: en efecto, ya no se concreta á dirigir la conciencia de los fieles dentro de sus templos, sino que discute públicamente los dogmas, la moral y la disciplina con los ministros y adictos de las falsas religiones y sectas disidentes, procurando extender en el país el catolicismo por medio de la convicción y de la persuasión. En una palabra, la Iglesia disfruta dentro del Estado de cuantos derechos le corresponden, sin que éste. pueda limitárselos ni coartárselos de modo alguno.

V

En el estado de protección se encuentra hoy en España la Iglesia católica. El catolicismo es, no sóló la religión dominante, sino también la del Estado, de quien reciben sus ministros y su culto los medios de sustentación; toléranse, sin embargo, otras confesiones, pero dentro de sus propios templos; porque en esta situación sólo la Iglesia católica ostenta el indisputable derecho de que su culto sea público, á diferencia del que tienen las falsas sectas, que es puramente privado; de aquí que no pueda ponerse á discusión la doctrina católica y se impetre el auxilio del brazo secular, siempre que la Iglesia lo necesite. Las relaciones, pues, entre ambas potestades, son ya más íntimas; los ministros del verdadero culto en sus distintas jerarquías, tienen, no sólo carácter público, sino mayor influencia y consideración; y muchos

asuntos del régimen eclesiástico podrán ocurrir, en los cuales no deba negarse al Príncipe algún género de intervención, por tratarse también en ellos de un interés público. Tal sucede en España, donde sus monarcas ostentan al mismo tiempo su título de patrono.

VI

En el estado de exclusivismo tiene la Iglesia católica el derecho de que solamente su doctrina se profese en un Estado, sin tolerar ningún otro culto. En semejante situación disfruta la Iglesia, no sólo de las ventajas que acabamos de reseñar en el anterior párrafo, sino que también de las siguientes: primera, se erigen en delitos civiles y se castigan con penas temporales los delitos eclesiásticos; segunda, sólo los católicos tienen el derecho de ciudadanía; tercera, todos los empleados públicos han de ser precisamente católicos, pues la ley civil inhabilita para todo cargo al que no profese esta divina religión; cuarta, derecho indisputable para pedir que en ningún tiempo se introduzca secta alguna en el país en que únicamente reina la doctrina católica; y de aquí el nombre de exclusiva. Claro es que la Iglesia debe á su vez prestarse á los justos deseos y prudentes reclamaciones del Estado en materias eclesiásticas, fijando de común acuerdo las reglas oportunas.

VII

Los deberes de los príncipes para con la Iglesia han de ser siempre de protección y amparo. Si el Príncipe es católico, y está por tanto convencido de la verdad de la religión, no sólo tiene obligación de profesarla sinceramente, sino de prestarle como Jefe del Estado todo el apoyo que sea necesario, conforme al espíritu del cristianismo. Si el Príncipe fuese hereje, no por esto debe negar á la Iglesia su protección, porque aunque quisiera prescindir de su doctrina en su particular, no podría hacerlo bajo el aspecto de la tranquilidad pública y del bienestar general de sus súbditos.

VIII

Es indudable la necesidad de que la Iglesia y el Estado se mantengan á la manera del alma con el cuerpo, íntimamente unidos y en estrecha relación entre sí, porque la generalidad de los hombres, al par que ciudadanos, son también hijos de la Iglesia.

Por otra parte, el poder espiritual, como dice el Sr. Donoso, depende indirectamente del temporal para la libre ejecución de sus cánones, para mejor promover en los pueblos el servicio divino, para dilatar, como se expresa San Gregorio, la senda del Paraíso; para dar, como afirma Bossuet, un giro más libre al Evangelio, una fuerza más poderosa á sus cánones, un apoyo más sensible á su disciplina; y, por el contrario, el poder temporal necesita del espiritual, para dar á sus leyes una sanción mucho más poderosa y eficaz. Por esto es indiscreto el voto de algunos hombres temerarios que pretenden romper los vínculos que unen á la Iglesia con el Estado.

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CAPÍTULO IV

I. Influencia de la Iglesia sobre el derecho de gentes.-II. Sobre el secular público.-III. Sobre el civil.-IV. Sobre el penal.-V. Sobre los procedimientos judiciales.

I

Proclamado por el cristianismo el principio de fraternidad universal, habían de destruirse por su base aquellas leyes bárbaras de los pueblos antiguos, según las cuales, ni en la guerra ni en la paz se reconocía apenas ninguna clase de derechos; pues sabido es el aislamiento en que vivían aquéllos antes del cristianismo, y la poca consideracion con que se miraba á los extranjeros, así como el derecho de matar ó hacer esclavos á los prisioneros de guerra. Bajo la benéfica influencia de la Iglesia, las ideas tendieron á reunir las naciones, traspasando sus límites naturales, para formar de todas ellas la gran familia cristiana.

El Pontificado se eleva también en los siglos medios á una gran altura, pues los mismos pueblos le consideraban como centro de vida y árbitro de los destinos de la humanidad; así es que acudían á él, ya para que los elevase á la categoría de reinos, como sucedió con la Hungría, con la Croacia, con la Polonia, con Portugal y con Irlanda, ya para que procurase la paz en sus continuas guerras.

Igualmente la Iglesia inventó y sostuvo con gran empeño la llamada tregua de Dios, á fin de hacer cesar las continuas guerras entre los señores feudales: sabido es que en el año de 990 se reunieron muchos Obispos en la parte meridional de Francia, y publicaron varios reglamentos con el

objeto de poner límites á la violencia y frecuencia de las guerras privadas, mandando que si alguna persona en su diócesis se atreviese á quebrantarlos, fuera excluída de todos los privilegios cristianos durante su vida, y se le negase la sepultura eclesiástica después de su muerte; medida que debió contribuir á que disminuyeran tantos ríos de sangre, porque aquellos señores disfrutaban suntuosos panteones de familia, y no querían verse privados de ellos en su hora postrera. La Iglesia contribuyó también á la reforma de esta misma costumbre, pues determinó que nadie pudiera atacar á su adversario en los tiempos destinados á celebrar grandes festividades, como tampoco desde la tarde del jueves de cada semana hasta la mañana del lunes de la siguiente, por ser considerados los días intermedios como particularmente santos, puesto que la pasión de nuestro Señor Jesucristo tuvo lugar en uno de estos días, y la resurrección en otro. A la dilación de las hostilidades durante estos días fué á lo que se llamó tregua de Dios.

Es verdad que esto no pasó en su principio de ser reglamento particular de un reino; pero luego se hizo ley general de toda la cristiandad, tanto por haberse confirmado con la autoridad de muchos Pontífices, cuanto por haberse ocupado también de esta materia el Concilio III de Letrán.

Igualmente los Pontífices prohibieron el uso de armas. demasiado mortíferas, como puede verse en el capítulo único de Saggitariis, de Inocencio III.

Por último, la Iglesia tampoco reconoció, ni ha reconocido jamás, el derecho de conquista en el sentido que lo entendieron y practicaron los pueblos antiguos.

II

La Iglesia, que siempre ha predicado la verdadera igualdad; que para ella lo mismo es el pobre que el rico, el noble que el plebeyo, pues á todos sin distinción los admite á su sagrada mesa, prodigándoles toda clase de auxilios, no podía reconocer el poder arbitrario de los gobernantes. De

INST. DE DERECHO CANÓNICO - TOMO I

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