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aquí que jamás consideró á los pueblos como patrimonio de los monarcas. Dignas son de copiarse las siguientes palabras tomadas del Pontifical Romano, palabras que dirige al Rey ó Emperador el Obispo encargado de su bendición y coronación: «Habiendo de recibir hoy por nuestras manos la un ción sagrada y las insignias reales, es conveniente que te amonestemos antes de recibir el cargo á que estás destinado. Hoy recibes la dignidad real y el cuidado de gobernar los pueblos fieles que te están encomendados. Lugar en verdad muy esclarecido entre los mortales; pero lleno de dificultades, de ansiedad y de trabajos..... tú también has de dar cuenta á Dios del pueblo que estás encargado de gobernar. En primer lugar, observarás la piedad y administrarás á todos indistintamente la justicia, sin la cual ninguna sociedad puede existir largo tiempo, concediendo premios á los buenos y las penas merecidas á los malos. Defenderás de toda opresión á las viudas y huérfanos, pobres y débiles. Correspondiendo á la dignidad real serás para con todos benéfico, afable y dulce. Y te conducirás de modo que reines, no para tu utilidad, sino para la utilidad de tu pueblo.»

Y no era esto solo, sino que cuando por desgracia se ponían en desacuerdo pueblos y Reyes, se veía á los Romanos Pontífices ponerse siempre de parte de los oprimidos, erigiéndose en árbitros de aquellas sangrientas luchas y amenazando con excomunión á los promovedores de los disturbios. Claro es que este poder, ajeno si se quiere al Pontificado, fué debido á las circunstancias de los tiempos, y al alto concepto de imparcialidad y rectitud que disfrutaba sólo el Pontífice Romano.

III

Antes del siglo XII estaban unidas la ciencia de los cánones y la ciencia de las cosas divinas, que tomó el nombre de Teología; siendo de esta época los Basilios, Crisóstomos, Jerónimos, Agustinos y otros que no sólo se dedicaron á la contemplación de las sublimes verdades, sino también al es

tudio y exposición de los cánones de la Iglesia; fueron asimismo filósofos, y atrajeron á muchos de éstos, los más severos, al seno del catolicismo. Pero después de dicho período de tiempo se separaron ya aquellas ciencias, uniéndose la canónica á la del derecho civil romano, y de aquí su influencia sobre este derecho.

Las Universidades eran el centro de esta vida intelectual, y la de Bolonia llegó á todo su esplendor, siendo tanta la concurrencia de escolares, que fué preciso establecer reglamentos para evitar la confusión y el desorden. Lo mismo sucedió en la Universidad de París, que se organizó por naciones, contándose cuatro en 1206 de franceses, ingleses ó alemanes, picardos y normandos.

Por otra parte, el espíritu de la Iglesia reconoce y sostiene las antiguas y buenas costumbres de las naciones, hallándose siempre dispuesta á amoldar su propia legislación á las instituciones apreciables que encuentra establecidas. Además las legislaciones civiles no pudieron menos de beber en las fuentes purísimas de la doctrina Evangélica y de la sabia legislación de la Iglesia. De aquí que se complementaran ambos derechos, el civil y el canónico, pues á la vez que éste era supletorio de aquél, el primero lo era también del segundo.

Y no fué esto sólo, sino que con el transcurso de los tiempos, la Iglesia intervino en los testamentos, en la posesión, la prescripción y los contratos; materias todas pertenecientes al derecho civil. La Iglesia dió también fuerza obligatoria á los votos, y fijó el verdadero carácter del juramento, que es la única institución civil que alcanza al interior del hombre.

IV

La legislación penal de los pueblos antiguos estuvo basada en la venganza pública, es decir, que se imponían á los desgraciados delincuentes penas terribles de sangre, sin otra idea que la del castigo del crimen cometido, ejerción

dose contra ellos una especie de venganza á nombre de la sociedad. Cambian las costumbres, y ya en los siglos medios, especialmente cuando se establecieron los pueblos del Norte sobre las ruinas del Imperio, se conocen además otras clases de penas; pero no por eso deja de ser la venganza el fundamento de la nueva legislación, sólo que de pública se convirtió en privada.

La Iglesia, por el contrario, aborreciendo siempre las penas de sangre, procura conciliar el castigo de los culpables. con su enmienda y corrección. Es más, la Iglesia procuró siempre libertar á los reos de la última pena, ya intercediendo cerca de los Emperadores y de los Magistrados, ya arrancándolos, cuando las circunstancias le fueron propicias, demanos del mismo verdugo; luego sometía á estos infelices á un régimen severo de penitencias públicas, consiguiendo de este modo, al par que su castigo, su arrepentimiento y corrección.

Todavía las miras de la Iglesia fueron más adelante, pues llegó á fijar el asilo de los templos en toda su extensión, y que se dispusiera por el derecho secular, conforme con el canónico, de que los reos de cualquier delito que se acogie-sen á lugar sagrado no pudieran ya sufrir las penas de muerte ó perdimiento de miembros.

V

El procesamiento canónico se fué poco á poco introduciendo en el civil, hasta que lo reformó completamente. Además de este influjo necesario, impugnó la Iglesia con energía ciertos puntos capitales de la legislación germánica, procurando su abolición por todos los medios posibles: era uno de estos puntos la bárbara costumbre de probar por medio del duelo y de los llamados juicios de Dios, cuya mala costumbre suponía una continuación de milagros regularizados y obligados; era otro punto capital el abuso del juramento, que se admitía para excepcionar toda acción que no venía de obligación contraída ante juez, por más notoria que

fuese, y aunque muchos testigos la hubiesen presenciado. Claro es que la Iglesia no podía consentir ni tolerar tales medios de prueba; y creó en su lugar los que actualmente están admitidos en las legislaciones procesales de todos los pueblos cultos. Aun en época más reciente, tenemos el capítulo 20 de Reform. Ses. 24 del Concilio de Trento, que es un verdadero reglamento de enjuiciar, reglamento que ha servido de modelo en siglos posteriores á las naciones más adelantadas.

CAPITULO V

I. Potestad de la Iglesia: materias á que se extiende.-II. Diversas aceptaciones de la palabra jus, y denominaciones varias del Derecho canónico.-III. Verdadero concepto de éste y su diferencia del civil. IV. Significación de la disciplina eclesiástica: su antigüedad, y en qué se diferencia del derecho canónico.-V. Clases de disciplina, y sentido en que puede admitirse la división de interna y externa, no obstante haber sido condenada por S. S. Pío VI.

I

Ya hemos visto que la Iglesia es una verdadera sociedad, por reunir los tres poderes legislativo, coercitivo y judicial; ahora bien, esta potestad de la Iglesia se extiende á la fe, á la moral y á la disciplina. La fe es el dogma, los principios fundamentales de la religión, la verdad revelada, superior á la razón, pero no contraria á ella; y en un sentido más prác tico, viene á ser como una teoría de las leyes del Supremo Hacedor, leyes que se publicaron por signos exteriores. La moral en un sentido también práctico, es la realización de estas leyes ó sea la práctica de las virtudes cristianas. Bajo su aspecto científico es la moral, la ciencia de las relaciones entre los seres inteligentes, Dios, el hombre y los demás hombres. Claro es que la Iglesia no se contenta con sólo la profesión externa de la fe por parte de sus hijos, sino que exige además que esté vivificada por la caridad; por esto dice el Apóstol Santiago, fides sine operibus, mortua est, la fe sin las obras es muerta; pues aunque los pecadores son miembros de la Iglesia, mientras por el anatema no han sido separados de ella, son miembros muertos, pues no están animados por el espíritu de la verdad.

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