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autos acordados: previniéndose igualmente, que para dichas Notarías de diligencias ó de partidos, hubieran de nombrar los Ordinarios eclesiásticos á los que tengan título de Escribanos Reales.

Asimismo se mandó que no se diese el pase á ningún título de Notario Apostólico, ya se expidiese en Roma, ya en la Nunciatura, sino que por regla general, sin admitir recurso, se retengan en el Consejo. Se permitió á los Ordinarios diocesanos, que para actuar en las causas criminales de los clérigos pudiesen nombrar solamente un Notario que esté ordenado in sacris, el cual no debía sacar Notaría del Reino ni actuar tampoco en otra clase de negocios; pero todos los demás Notarios habían de ser precisamente legos.

VI

Los examinadores sinodales son también auxiliares del Obispo, como encargados por él para hacer los exámenes á que por diferentes conceptos, deban sujetarse los clérigos de la diócesis.

Decimos que por diferentes conceptos, porque unos examinadores constituyen el sínodo mayor, y otros el menor. Los primeros intervienen y conocen del concurso para la provisión de parroquias. Los segundos para el examen previo de los ordenandos, como también para declarar la aptitud de aquellos que soliciten licencias de confesar, predicar, etcétera. Estos últimos examinadores son elegidos libremente por el Obispo, siendo su cargo ya perpetuo, ya por tiempo ilimitado, á voluntad del mismo diocesano.

Los que forman el sínodo mayor se nombran con ciertas solemnidades.

Cuando se habla generalmente de examinadores sinodales se entiende de los de concurso, esto es, de aquellos que forman el sínodo mayor. Se llaman sinodales, porque según el Santo Concilio de Trento, han de nombrarse en el sínodo diocesano, que debe celebrarse todos los años.

He aquí el decreto del Tridentino (1): «Proponga el Obispo, ó su Vicario, todos los años en la sínodo diocesana, seis examinadores por lo menos que sean á satisfacción, y merezcan la aprobación de la sínodo. Y cuando haya alguna vacante de iglesia, cualquiera que sea, elija el Obispo tres de ellos que le acompañen en el examen; y ocurriendo después otra vacante, elija entre los seis mencionados ó los mismos tres antecedentes, ó los otros tres, según le pareciere. Sean, empero, estos examinadores maestros, ó doctores, ó licenciados en teología ó en derecho canónico, ú otros clérigos ó regulares, aun de las órdenes mendicantes, ó también seglares, los que parecieren más idóneos; y todos juren sobre los Santos Evangelios, que cumplirán fielmente con su encargo, sin respeto á ningún afecto, ó pasión humana. Guárdense también de recibir absolutamente cosa alguna con motivo del examen, ni antes ni después de él, y á no hacerlo así incurran en el crimen de simonía tanto ellos como los que le regalan, y no puedan ser absueltos de ella, si no hacen dimisión de los beneficios que de cualquier modo obtenían aun antes de esto; quedando inhábiles para obtener otros después.....>

Vemos, por tanto, que al Obispo corresponde el derecho de proponer al sínodo personas idóneas para el desempeño de este cargo, cuyos sujetos deben ser aprobados en el mismo concilio. Si no eran aprobados proponía el Obispo otros nuevos. Su número había de ser por lo menos de seis, con lo cual se da á entender, que podía elegirse un número mayor. Sin embargo, éste, en sentir de Benedicto XIV, no podía pasar de veinte.

Las cualidades científicas de los examinadores sinodales eran proporcionadas á la importancia de su cargo; de aquí que el Tridentino exigiera que fuesen maestros, licenciados ó doctores en teología ó derecho canónico ó de otra manera idóneos, bien sean clérigos, regulares ó seglares. Es más, también les exigió el juramento previo sobre los Santos

(1) Cap. XVIII, de Reform., Ses. XXIV.

Evangelios, como prueba de que habían de juzgar con rectitud y conciencia. Su oficio no duraba más que un año, que era el tiempo intermedio de un sínodo á otro.

Estando hoy en desuso la celebración de estos concilios diocesanos, los Obispos están en el deber de solicitar autorización de la Congregación del Concilio para el nombramiento de sinodales, y una vez concedida, hacen la elección sometiéndola luego á la aprobación del cabildo. Pero pudiera suceder que éste no quisiera prestar su beneplácito; y entonces, es lo más seguro, dice el propio Pontífice, acudir á la enunciada Congregación para que supla el disenso, siempre que sea injusto y caprichoso.

Si durante el año para el cual son nombrados, ocurriese la muerte, imposibilidad ó ausencia de varios sinodales, hasta el punto de no quedar los seis, que como minimum fija el Tridentino, en este caso, puede el Obispo nombrar algunos nuevos, sujetándolos también á la aprobación del cabildo. No así, cuando queda aun dicho número. Pero si transcurre el año sin celebrarse sínodo, cesan estos subrogados; sólo continuarán los antiguos, si fueren en número de seis; mas si falta uno solo de este número, no puede ya el Obispo proceder á nuevos nombramientos.

En este caso hay necesidad de nombrar los que se llaman Prosinodales. El Obispo forma expediente canónico proponiendo seis ó más prosinodales, cuyo expediente pasa al cabildo. Este tiene que evacuar su dictamen, y una vez evacuado, remite el Obispo con dicho informe el insinuado expediente á la Congregación del Concilio, quien procede á su nombramiento.

CAPÍTULO XXX

I. Párrocos: historia de su institución.-II. Indole de la jurisdicción que ejercen: su autoridad acerca de la administración de Sacramentos y Sacramentales.-III. Sus derechos parroquiales, cuasi parroquiales y sacerdotales; útiles y honoríficos.-IV. Obligaciones especiales consignadas en el Conc. de Trento y Constitución CUM SEMPER de Benedicto XIV.-V. Organización de los Arciprestazgos rurales y tenientes de Arcipreste: disposiciones del Real decreto de 21 de Noviembre de 1851 relativas á la materia.-VI. De los coadjutores, como auxiliares de los párrocos, según la disciplina de España: clérigos inferiores que ejercen alguna jurisdicción.

I

El Párroco es un pastor propio, que en virtud de su oficio ejerce perpetuamente la cura de almas en un pequeño territorio. El Abate Bouix, en su obra de Jure parochorum, le niega el concepto de pastor, no obstante de darle este carácter el Conc. Tridentino; pero esta obra se encuentra escrita con mucha parcialidad, por lo que debe estudiarse con gran cuidado.

Donoso dice que la voz párroco designa «al sacerdote destinado y canónicamente instituído por el Obispo para presidir una iglesia determinada, dentro de la diócesis, donde administra jure proprio, los sacramentos y otros auxilios espirituales á los fieles comprendidos en el distrito señalado á dicha iglesia».

Este distrito toma el nombre de parroquia, por razón del párroco; ó de feligresía, por razón de los fieles ó feligreses.

En cuanto al origen é historia de esta institución, están divididos los expositores. Unos, confundiéndolos con los presbíteros, dicen ser de institución divina; otros, de derecho eclesiástico. Es más, aun entre estos últimos hay quienes creen que se conocieron á mitad del siglo III, y otros sostienen que fueron instituídos en época muy posterior.

El estado calamitoso de la Iglesia en los tres primeros siglos no era ciertamente el más apropósito para la organización de las parroquias, porque en lo más recio de la persecución no había templos, ni había otro culto que el que se daba en el santuario del hogar doméstico, en la obscuridad de las catacumbas, ó en los sitios solitarios que no estuviesen al alcance de los tiranos. Por esto, sin duda, dice Golmayo, que luego de dada la paz á la Iglesia y aumentado el número de fieles fué cuando se hizo indispensable que los Obispos procediesen á la fundación de iglesias rurales, cuya organización fué obra del tiempo, toda vez que no se hizo á consecuencia de ningún decreto general, conciliar ni pontificio; razón por la cual en unas partes se verificaría antes que en otras, puesto que hasta cierto punto dependía esto de la voluntad de los Obispos, y de las circunstancias particulares de cada país.

Walter viene á decidirse por una opinión intermedia, pues sostiene que los curas son los antiguos presbíteros, destinados á un consejo determinado, cuyo cargo de almas les confía el Obispo exclusivamente bajo su propia responsabilidad. Bajo ese aspecto, dice, es un oficio de institución divina que comprende los cargos de explicar las verdades de la religión, de instruir á la juventud, de administrar los sacramentos y de servir de amparo y tutela á los miserables.

Si se ha de juzgar, diremos nosotros, por los monumentos de la historia, ninguna institución de parroquias existió durante los tres primeros siglos de la Iglesia. Es verdad que existe un canon en el Decreto de Graciano, que es el I, caus. XIII, quaest. I, de donde se deduce que á mitad del siglo III ya se habían establecido las parroquias; pero este canon está tomado de una epístola falsamente atribuída al

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