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la Iglesia, y como tal, debe contarse entre las cosas inmuebles de la misma, las cuales no se prescriben sino vencido el período de tiempo de los cuarenta años: hay otros, en fin, que afirman, que la legitimidad de la costumbre no debe regularse por el tiempo que transcurra, sino que debe quedar al arbitrio del juez ó del legislador; se fundan para esto, en que el tiempo deberá ser mayor o menor, respectivamente, según la naturaleza de los actos que haya de introducir la costumbre.

Todas estas opiniones, excepción hecha de la que fija el tiempo de los diez años, son equivocadas, en nuestro concepto, pues carecen de fundamento sólido. Aun la misma que señala el tiempo de los diez años es equivocada y errónea, en cuanto á los fundamentos que aducen sus partidarios. En efecto, ellos dicen: que siendo la ley civil supletoria de la canónica, y fijando aquélla el transcurso de dicho período de tiempo, debe estarse á lo dispositivo de la misma, tanto más, cuanto que el Derecho canónico nada ordena respecto de este particular. Pero ignoran que la ley civil que ellos invocan, que es la V, tít. II, Partida 1.a, está tomada del Derecho Romano y del tratado de prescripción; por eso nos habla de diez ó veinte años, como si se tratase de presentes ó ausentes. No tienen por lo visto para nada en cuenta, que entre la prescripción y la costumbre existen notabilísimas diferencias: 1.a La costumbre no puede introducirse por personas privadas, y la prescripción tiene lugar inter privatum et privatum. 2.a La costumbre tiende á modificar el derecho común, y la prescripción busca ó fija el derecho en cosas particulares. 3.a La prescripción causa perjuicio á uno y lucro á otro; la costumbre produce lucro ó daño á todos. 4. La prescripción requiere buena fe y justo título; la costumbre no necesita título alguno.

Además, no es exacto en absoluto que el Derecho canónico nada tenga dispuesto acerca de este punto, porque si bien no fija un tiempo determinado, dice, sin embargo, en el can. VII, dist. XII, del Decreto de Graciano, lo siguiente: Quicquid contra longam consuetudinem fiet, ad sollicitudinem

suam revocabit Praeses provinciae. Y entienden los canonistas por largo tiempo, el período de diez años. De este mismo sentir es también Su Santidad Benedicto XIV, en su preciosa obra de Synodo dioecesana.

IV

Cuando la decisión de una causa pende de la costumbre, el que la alega debe probarla plenamente. Y para que así se pruebe, es menester, según los canonistas, que depongan acerca de ella por lo menos dos testigos contestes, afirmando haber visto, á ciencia de muchos, la repetición de actos y frecuente uso del pueblo, durante todo el tiempo necesario para establecer nuevo derecho ó derogar el antiguo. Mas si deponen de tiempo inmemorial, entonces deben testificar haber siempre visto y presenciado el frecuente uso y costumbre de que se trata, y que eso mismo oyeron á sus mayores, sin que jamás hayan visto ni oído que se practicase lo contrario.

CAPÍTULO XIII

I. Promulgación de los cánones: su necesidad.-II. Manera de hacerse en la antigua y nueva disciplina.-III. Si basta la promulgación hecha en Roma.

I

La promulgación es de esencia de la ley, y consiste en la solemne notificación al pueblo. No de otra manera podría éste cumplirla: sólo la ley natural puede exceptuarse de esta regla, porque los hombres la conocen por la recta razón, pero no otra alguna.

Por lo mismo, las leyes han sido promulgadas en todos los pueblos: los griegos y romanos solían insertarlas en tablas ó columnas. La promulgación, pues, es no sólo necesaria, sino que debe ser oficial y solemne; de otro modo no podía afirmarse que fuesen punibles los actos ejecutados contra ellas.

II

En los primeros siglos de la Iglesia cuidaban los Romanos Pontífices de remitir á las provincias, tanto los decretos de los Concilios generales, como los que emanaban de la Silla Apostólica; y esto lo hacían, bien dirigiendo á cada Obispo un ejemplar de dichos decretos, especialmente á aquéllos que no habían concurrido á las citadas Asambleas; bien se dirigían al Metropolitano para que los promulgase en el Concilio provincial, y luego cada Obispo publicaba

dichas leyes en sus respectivas diócesis; bien, por último, dirigiéndose el Papa á un Obispo del territorio, á quien encargaba además que circulase ó hiciera saber dichos decretos á las provincias vecinas ó á todos los pueblos de la nación: así lo verificaron el R. P. Siricio en su Epístola á Hicmerio de Tarragona; Inocencio con Exupero, Obispo de Tolosa; Zozimo con el Obispo de Arlés, y San León el Magno en la suya á Toribio de Astorga.

Conforme á la disciplina novísima, tan luego como los Obispos reciben ó tienen formal conocimiento de nuevas disposiciones pontificias, mandan insertarlas en los Boletines eclesiásticos, ordenando al propio tiempo que se comuniquen á los Párrocos, para que las hagan conocer de sus feligreses, leyéndolas al ofertorio de la Misa mayor, que tiene lugar en los días festivos, y además suelen también fijarse en las puertas de los templos,

III

En el siglo XIII se lanzaron algunos anatemas contra determinados Príncipes y personas poderosas, á quienes era peligroso notificar esas sentencias. Por lo mismo, los Romanos Pontífices empezaron entonces á declarar que era suficiente promulgar el decreto, en Roma, fijándole en la Basílica de San Pedro ó en otros lugares acostumbrados, que lo son: la Basílica de San Juan de Letrán, Cancillería Apostólica y Campo de Flora. Interpretando mal esas palabras de la Sede Apostólica, se suscitaron opuestas opiniones entre teólogos y canonistas: unos sostenían que bastaba la promulgación hecha en Roma de todas las Constituciones Pontificias, porque aquélla era la patria común de todos los cristianos, y necesariamente habría allí gentes de todas las naciones, que podrían comunicarlas á los pueblos de donde procedían; otros opinaban en sentido contrario, fundándose en la necesidad de la publicación en provincias, pues sería un error el creer que para inducir una obligación cierta fuera suficiente una noticia privada y meramente congetu

ral de la ley. Berardi, dice á este propósito que no es cierto haya siempre en Roma personas de todas las provincias cristianas, y aun habiéndolas, tampoco es exacto que quieran tomarse la molestia de escribir para sólo comunicar las leyes que se promulguen: por otra parte, añade, esto daría lugar á muchos errores é inexactitudes, y la ley debe ser clara, precisa y terminante.

Nosotros diremos también, en vista de tan contrarias opiniones, cuál sea la nuestra. La ley es tal, una vez promulgada en Roma, y debe acatarse como disposición general de la Iglesia; pero aun así, no obliga en las provincias hasta que tenga lugar en ellas su publicación, á fin de que llegue á noticia de todos los fieles.

Es un hecho cierto que en la antigua disciplina se promulgaban también en provincias las leyes eclesiásticas, pero no por esto creyeron los Pontífices que si se omitía este requisito dejaban de ser obligatorios sus decretos. La promulgación de la ley es una; lo demás se llama publicación, y la promulgación se verifica en el lugar que señala el legislador. Tan cierto es esto, que no sólo el Pontificado, sino hasta los Concilios de Constanza y Basilea mandaron promulgar únicamente sus cánones en aquellas dos ciudades. De aquí, que cuando las circunstancias lo exigieron, acordaron los Pontifices que la promulgación de las leyes canónicas tuviese sólo lugar en Roma: esto se verificó precisamente en los tiempos de Martino IV, año de 1281.

Pero esto no obsta para que los Papas quieran y hayan querido siempre que las leyes de la Iglesia se publiquen en provincias, para mejor conocimiento de los fieles, ó como medio más útil de que lleguen á noticia de todos. La verdadera doctrina de la Iglesia en esta parte se halla recopilada en una carta de Siricio á Hicmerio de Tarragona, y en otros dos monumentos de los Pontífices Inocencio y Zozimo: estos monumentos demuestran: que si bien en lo antiguo se remitían los decretos Pontificios á las respectivas provincias, todas las demás Iglesias estaban obligadas á observarlos desde el momento que llegaran á su noticia de

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