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tuciones, empresa ajena de su carácter. El canónigo Merino, mosen Anton Coll, y el trapense (Fr. Antonio Marañon), acaudillaban numerosas guerrillas, siempre derrotadas Ꭹ siempre pujantes. Este último, con un crucifijo en la mano y un látigo en la otra, trepó el primero á la muralla de la Seo de Urgel, defendida con sesenta piezas de artillería, y sin que le hiriesen las descargas de la guarnicion: los soldados de ella fueron pasados á degüello.

Instalóse incontinenti en aquella plaza la Regencia realista (16 de Julio de 1822), compuesta del Marqués de Mataflorida, el Obispo de Menorca D. Jaime Creus, preconizado de Tarragona, y el Baron de Eroles. Esta Junta fué reconocida por las otras subalternas de las provincias limítrofes y por los Obispos expulsos ó expatriados: entre estos últimos se contaban ya los de Tarazona y Pamplona, y la série de aquellos se había aumentado con el Obispo de Ceuta, el céiebre P. Velez, autor de la Apologia del altar y el trono.

§. 70.

Los jansenistas entran otra vez en el poder.

Mas no todo el Clero estaba de parte de la Regencia reunida en la Seo de Urgel. Figuraban entre los liberales el Obispo de Cartagena, D. Antonio Posadas Rubin de Colis, y el Obispo de Mallorca, D. Pedro Gonzalez Vallejo, Presidente de las Córtes extraordinarias al reunirse en 24 de Setiembre de 1821. En las que se reunieron en 1.o de Marzo de 1822 no se veía ya ningun Obispo; mas todavía se contaban en ellas veinte y seis clérigos entre canónigos y curas. Casi todos ellos pertenecían al partido liberal, pues aunque el Clero realista había tenido no pocos representantes en las Cortes del año 20 al 21, en las del 22 se había alejado ya de las urnas y del Congreso.

Principió éste bien pronto á meter la hoz en los asuntos de la Iglesia, acordando que se procediese sin demora al arreglo del Clero; que se trasladase de una diócesis á otra á los curas separados de sus cargos, por ser mirados como desafectos, y que se diesen por vacantes las sillas de los Obispos desterrados. Para concluir con los conventos que habían quedado,

los acusó de conspiradores, cargo gratuito por lo comun, y con que en aquella época solían vengarse las rencillas y miserias particulares, áun entre los liberales mismos. Setenta y dos frailes, que componían la comunidad de San Francisco en Barcelona, fueron embarcados de una vez, y lo mismo se hizo en otras provincias con los de varios conventos.

Faltaba ya solamente el romper con la Santa Sede y acabar con las escasas relaciones á duras penas conservadas. Cuando ya el Gobierno español había desafiado á todas las cortes de Europa, á pesar de no poder casi con las guerrillas del Norte, que llegaban hasta Brihuega, tuvo la ocurrencia de enviar por embajador á Roma á D. Joaquin Lorenzo Villanueva. Era éste conocido por su desafecto á la Santa Sede, manifestado, no tan sólo en la tribuna, sino en sus cartas bajo el seudónimo de D. Roque Leal, en que pasaba la línea que separa el regalismo del jansenismo. No dejaba de ser peregrina la idea de enviar de plenipotenciario, y para negociar, á un hombre abiertamente hostil y antipático al Gobierno, cerca del cual se le acreditaba. Al llegar Villanueva á Turin recibió una órden del Pontífice prohibiéndole entrar en sus dominios. Empeñóse el Ministro de Estado en sostenerle, mas el Cardenal secretario de Negocios extranjeros se negó absolutamente á admitirle, fundándose en las malas doctrinas de aquel clérigo (1). El Ministro español envió sus pasaportes al Nuncio de Su Santidad, y dió cuenta de esta ruptura á las Cór– tes (23 de Enero de 1823). Poco tiempo despues cien mil franceses pasaron el Bidasoa para apoyar al partido realista (7 de Abril).

(1) Véanse las causas por qué no fué admitido, en el tomo II, página 137 de la Coleccion eclesiástica. En los tomos VII (pág. 21), y XIII (pág. 142) de la misma obra se le echan en cara varias falsificaciones, y especialmente el epígrafe que puso á sus cartas de D. Roque Leal. que es un trozo adulterado de una decretal del Papa Gelasio. ¡ Si esto era el epígrafe, qué tal sería la obra! Véanse de paso algunos datos biográficos acerca de sus variaciones, que de seguro no están en su vida literaria inglesa.

Para completar estos datos acerca de los padecimientos de la Iglesia de España, durante la segunda época constitucional, véase el apéndice al tomo XIV de dicha Coleccion eclesiástica (pág. 105 y sig. ).

§. 71.

Nueva reaccion en 1823.

Al ocupar las tropas francesas á Madrid, se formó una Regencia por el Duque de Angulema, para el tiempo que durase la permanencia del Rey en Cádiz (26 de Mayo de 1823). Componíase esta del Duque del Infantado, D. Juan Cavia, Obispo de Osma, el Duque de Montemar, D. Antonio Gomez Calderon y el baron de Eroles, ausente en Cataluña. En los cuatro meses que duró, ocupóse en deshacer todo lo actuado en los tres años anteriores, dictando varias disposiciones contra los frailes secularizados, y para que volviesen á sus iglesias los clérigos desterrados, como igualmente los frailes á sus conventos, anulando todo lo dispuesto por las Córtes acerca de regulares. Anuló igualmente el decreto de las Córtes sobre diezmos, impuso un subsidio anual de diez millones, esperando que el Clero se prestaría á pagarlo, ínterin que se impetraba la gracia de Su Santidad para ello. Finalmente, restableció el método de dirigir las preces á Roma y el Consejo de las Ordenes.

Al salir el Rey de Cádiz (1.o de Octubre) aprobó lo actuado por la Regencia, sin perjuicio de mayor informe: nombró por Ministro universal á su antiguo confesor D. Victor Damian Saez, á quien la Regencia había confiado el Ministerio de Estado, y le repuso en su cargo de confesor, en el que no duró mucho; pues, ó sea por las insinuaciones de los franceses, descontentos de la política dura que principiaba á seguir el Rey, y de los excesos de la reaccion en algunas provincias, ó sea porque el confesor trató de impedir los despilfarros del Monarca y el ascendiente que volvía á tomar la camarilla, ello es que hubo de ceder su puesto al Marqués de Casa Irujo, y dejar el confesonario por la mitra de Tortosa.

El partido realista se hallaba dividido desde el año 1822: la Regencia misma de Urgel no había conseguido ponerse de acuerdo, á pesar de constar solamente de tres indivíduos: Mataflorida y el Obispo Creus querian llevar las cosas al extre→

mo, pero el Baron de Eroles deseaba que se procediese con alguna templanza y se hicieran algunas concesiones. El Duque de Angulema, de acuerdo con este último, desterró á los dos á Francia. Fernando VII, con su talento natural, conoció las ventajas que podía sacar de esta division, y, sin ladearse á ninguno de los dos partidos en que se dividía el realismo, procuró contrapesar el uno con el otro, como lo hizo con mucha destreza hasta el fin de su vida. Para ello encontró un instrumento dócil en la persona del Ministro Calomarde, que comprendiendo esta politica del Rey, se prestó enteramente á sus miras.

Siguiendo Fernando VII esta línea de conducta, se negó á restablecer el tribunal del Santo Oficio, á pesar de las reclamaciones que se le dirigían de varias partes. En algunas diócesis se restableció de hecho, en otras se instalaron Juntas de fe, bajo la inspeccion de los Obispos. La de Valencia relajó al brazo seglar á un catalan, llamado Antonio Ripoll, que reconocía la existencia de Dios, pero negaba todos los misterios del cristianismo. Aquel desgraciado, maestro de escuela, tenía excelente corazon, y en la misma cárcel solía dar su ropa y escaso alimento á otros más necesitados: quizá con otro tratamiento se hubiera conseguido algo de aquel hombre, pues el rigor y las amenazas de nada sirvieron con él, y murió impenitente (31 de Julio de 1826). Ripoll fué el último que murió en España por causas de fe. El Gobierno lo llevó á mal, y contestó á la Audiencia, que no reconocía atribuciones de ningun género en la titulada Junta de fe. A vista de este desaire y del silencio del Monarca á las representaciones que se hacían para el restablecimiento del Santo Oficio, las Juntas de fe y los tribunales ya erigidos fueron cesando paulatinamente, ejerciendo desde entónces los Ordinarios sus facultades, como se usa en el resto de la Iglesia.

Con esta conducta, si Fernando VII no logró contentar á los partidos, consiguió por lo ménos tener paz; y las chispas de insurreccion en varios sentidos, que trataron de volver á encender la guerra civil, fueron brevemente extinguidas. Entre tanto el Erario había logrado irse reponiendo de sus considerables quebrantos, contribuyendo á ello las grandes cantidades que reportaba de los diezmos y del subsidio; las igle

sias iban volviendo á su antiguo esplendor, las costumbres se iban suavizando, mitigándose los odios, y el país olvidando la politico-manía, principiaba á pensar en mejorar su situacion, harto trabajada por las dos últimas guerras. Mejorábase tambien la educacion, y el plan de estudios sancionado en 1824 inculcaba la enseñanza religiosa y las prácticas de religion entre los estudiantes.

En 1826 se contaban ya en España 127.340 eclesiásticos; número superior al que había en tiempo de Cárlos III. Los frailes, que eran 16.810 en 1.° de Marzo de 1822, ascendían en 1830 á 61.727. Los Jesuitas habían sido llamados nuevamente por Fernando VII, y tenían colegios brillantes en Alcalá, Valencia y Palma, y en Madrid, el Seminario de Nobles, el Noviciado y los Estudios de San Isidro, que se les habían confiado nuevamente.

§. 72.

Últimos años del reinado de Fernando VII: sigue el regalismo

con el realismo.

Pero una lepra contagiosa inficionó las catedrales por muchos años. La simonía, que había alzado descaradamente la cabeza el año 1814 (1), se presentó tambien durante esta segunda época. Los esfuerzos y quejas de la Cámara sirvieron de poco, pues el mal estaba en algun individuo de ella y en otros más elevados. Mons. Tiberi se quejó ágriamente á nombre de Su Santidad de que se despachaban para España más bulas de composicion que para todo el resto de la Iglesia, y hasta amenazó negar la presentacion á un canónigo propuesto para una

1) Habiendo denunciado el abuso al Rey, él mismo sorprendió la casa de un Ministro, y encontró en las gavetas de una francesa, que vivia con él, diez y seis onzas de oro con una ligera señal en la nariz, segun se habia avisado al Rey. Como este desterró al Ministro sin formarle causa, quedó en problema si había sido delito, ó un ardid de sus enemigos, seduciendo á la francesita. D, José Presas en una obra que imprimió en Burdeos (1826) sobre los males de España, denunció otras varias simonías ruidosas; pero hay que fiar poco en sus noticias.

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