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cion debida, la proposicion es absolutamente falsa, y contraria á la doctrina de la Iglesia. Este incidente (único acaso en su género, ó con rarísimos casos semejantes) prueba de una manera palpable, con cuánta sabiduría está prevenido, que no administren los sacramentos, sino los que merezcan la aprobacion y licencia de sus prelados.

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No menos inoportuna es la cita que en algun otro periódico se ha hecho de una ley de Partida, que aconseja al moribundo, confesarse con un lego, á falta de sacerdote, deduciendo de aquí, que si los ministros del santuario exigen reparaciones que no acomoden al penitente, ocurra éste á cualquier seglar, para que lo absuelva. Hemos puesto al pié, por via de nota, la espresada ley, y cualquiera al verla, conocerá de luego á luego lo que ella vale para el caso á que pretende aplicarse. Habla de los casos estremos, en que no haya clérigo, y dice espresamente que el lego no tiene poder para absolverlo de los pecados, y que si gana perdon de ellos, es por el arrepentimiento que tiene, y por la buena voluntad que muestra de confesarse. Todo esto se reduce á una declaracion pública de la fé en que el paciente muere, á un acto de humildad, y á una muestra de la disposicion en que se encuentra de recibir los sacramentos. Ademas, es un recuerdo de la confesion pública de los pecados, que se practicó alguna vez en la antigua Iglesia, y se suprimió despues por causas graves. En el art. 2o, q. VIII del suplemento á la Suma de Santo Tomas, se trata de esta clase de confesiones, y allí puede verse en qué sentido se tomaban en aquel tiempo. El Concilio de Trento fijó irrevocablemente, que el ministro de la penitencia no podia ser otro que un sacerdote legítimamente ordenado. A vista de esto, no es fácil atinar con el objeto que se propuso el que citó la ley de Partida, que ciertamente no saca á nadie de las dificultades, en que respecto á esta materia pueda encontrarse.

De lo dicho resulta, que son indispensables para la validez y buenos efectos de la penitencia, jurisdiccion en el ministro, y disposiciones en el penitente: que faltando una ú otra cosa, no se perdonan las culpas; y que respecto á la satisfaccion de ellas, hay actos de que no puede dispensar ni conmutar ningun confesor: tales son la restitucion de honra ó hacienda, la reparacion de escándalo, el perdon de las injurias, y otros semejantes.

1 La ley de Partida que se cita dice así:

(Concluirá.)

J. J. PESADO.

"Como todo ome puede confessar a otro en peligro de muerte. "Enfermedad auiendo alguno o otra coyta, porque se coytasse de tomar penitencia, mas ayna que deuia, o que tenia en la voluntad de lo fazer: deue demandar primeramente por aquel, cuyo parrochano es, segund dize en la setena ley ante desta. Pero si aquel non podiesse auer, puedese confessar a otro qualquier, maguer non fuesse Missacantano; e si en ninguna manera Clerigo non podiesse auer, e fuesse grande la premia, puedese entonce confessar al lego: e maguer el lego non aya poder de absolverlo de los pecados, gana perdon dellos quanto a lo de Dios, por el arrepentimiento que a, e por la buena voluntad que tiene consigo, que se confessaria al Clerigo, si le pudiese auer. Pero si despues estorciese de aquel peligro, deuese confessar despues al Clerigo, si le pudiesse auer. E tal confession, como la que auia fecho primeramente con el lego, non vale, si non a ora de grand coyta, non pudiendo al fazer, assi como dicho es."

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(Articulo remitido.)

Dios estableció dos potestades para el gobierno de los hombres: la espiritual ó eclesiástica, y la temporal ó civil.

Ambas potestades, cada una en su ministerio, son soberanas é independientes; pero forman un todo que se llama República, así como el alma y el cuerpo, aunque con diferentes funciones, forman un todo y se llama hombre.

De la union y armonía que debe haber entrambas potestades, resulta la obligacion que tienen de auxiliarse y protegerse mutuamente, y de resistir los perjuicios que cada una se infiera en el abuso de sus atribuciones.

Los católicos somos á un mismo tiempo miembros ó individuos de dos grandes sociedades: la Iglesia y el Estado. Respecto de la potestad espiritual, somos miembros de la Iglesia: y respecto de la temporal, somos miembros del Estado.

Tenemos, pues, los católicos por derecho divino, obligacion de obedecer á ambas potestades: á cada una en las cosas en que es soberana é independiente de la otra, para que se verifique exactamente, y en toda su amplitud, "dar á Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César." Así es que, debemos obedecer á la potestad temporal en todo lo que es puramente temporal; pero de la misma manera debemos obedecer á la potestad espiritual en todo lo que es puramente espiritual, como cuando decide lo que debe creerse y practicarse en órden á la religion, y determina la naturaleza de sus juicios en materia de doctrina, y sus efectos en las almas de los fieles.

En consecuencia, ambas potestades tienen el derecho de hacerse obedecer, imponiendo la temporal, penas temporales, y la espiritual, penas espirituales.

Pero ¿qué deberá hacerse si ambas potestades mandan cosas distintas ó contrarias entre sí, conminando con penas severas á los contraventores? ¿Cuál de las dos debe ser obedecida?-La respuesta es obvia conforme á los principios asentados. ¿Es puramente temporal la cosa que es objeto del mandato? Entonces la potestad temporal debe ser obedecida, con preferencia á la espiritual; pero ¿es espiritual la materia sobre que versa el mandato, y en él se interesan la ley de Dios y la salvacion eterna? Entonces un verdadero católico no debe vacilar en obedecer á la potestad espiritual antes que á la temporal; porque obedire potius oportet Deo, quam hominibus, y porque no se ha de temer á los que solo pueden destruir el cuerpo, pero que no tienen dominio alguno sobre el alma.

Haciendo aplicacion de estas doctrinas de los Santos Padres, de canonistas muy respetables, y aun de leyes civiles, ¿qué juicio deberémos formar de los empleados públicos que se negaron á jurar la constitucion últimamente sancionada, contraviniendo, por una parte, el precepto de la potestad temporal, que los conminó con la destitucion de sus empleos, y obedeciendo, por otra, el de la potestad espiritual, que es

plícita y solemnemente declaró ser ilícito aquel juramento, mandando que no fueran absueltos en el tribunal de la penitencia los fieles, que prestándolo, no se retractaran de él?

Creemos que esos empleados, en tan dura alternativa, cumplieron con sus deberes religiosos, como buenos ciudadanos: que una vez pronunciado el fallo por la autoridad de la Iglesia, en una materia de su esclusiva jurisdiccion, los simples fieles han debido someterse á él, sin entrar en el fondo de la cuestion, á efecto de decidirla por su autoridad privada, porque esto seria constituirse jueces sobre su juez verdaderamente único y competente en la materia: que si la pena debe ser la consecuencia de un delito, no pudiendo llamarse tal la obediencia á la potestad eclesiástica en un punto de sus atribuciones, los empleados no juramentados han contraido mas bien un mérito, sacrificando su bienestar material á su bienestar espiritual; mérito que debe ser atentamente pesado y considerado por el gobierno, á cuyos altos intereses importan en gran manera los servicios de unos empleados de honor, de conciencia y de abnegacion, y creemos por último que si ellos (como en la generalidad es de presumirse) se negaron á jurar, pero sin odio ni prevencion, sin miras siniestras é insidiosas, deben ser restituidos á sus empleos, por un acto de rigurosa justicia, derogándose el artículo del decreto de 17 de Marzo último, que les impuso la pena de perderlos, condenando á tantas inocentes familias á las privaciones y miserias consiguientes á tan severo castigo.

CUESTION ITALIANA.

INFORME DEL CONDE DE RAYNEVAL, ENVIADO FRANCES EN ROMA, AL CONDE WALEWSKI, MINISTRO DE NEGOCIOS ESTRANJEROS DE FRANCIA.

(Tomado del Daily News.)

Señor conde:

Roma 14 de Mayo de 1856.

La situacion de los Estados pontificios preocupa hoy mas que nunca los diferentes gabinetes de Europa y especialmente al gobierno del emperador, bajo el doble aspecto de los intereses del catolicismo y de la proteccion armada que la Francia y Austria imparten á la Santa Sede. Bajo tantas faces se ha considerado esta cuestion, ya desnaturalizada por el espíritu de partido, ya escitando en contrario sentido pasiones tan violentas, que no es dudosa la oportunidad de una revista verídica é imparcial de los hechos.

Acaso las acusaciones dirigidas contra el gobierno pontificio son muy exageradas; sin embargo, tiene este un punto vulnerable: la ocupacion de su territorio por tropas estranjeras de cuyo apoyo quizá no puede

1.A CRUZ.-TOMO V.

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prescindir; y como quiera que todo Estado independiente debe estar en disposicion de no necesitar auxilio estraño y de asegurar por medio de sus propias fuerzas su tranquilidad interior, se echa en cara á la corte de Roma la falta á esa circunstancia; é inquiriéndose las causas de su debilidad, se atribuye generalmente al descontento que originan entre sus súbditos los vicios de la administracion.

La causa real de esa debilidad no es tan sencilla y se refiere á otro órden de ideas; pero es mas fácil y espedito asentar por conclusion que es culpa del gobierno, que estudiar laboriosamente la historia y las tendencias de la raza italiana. El malestar y el descontento de las poblaciones nacen mas particularmente de que el papel que representa la Italia en el mundo no está en armonía con sus ensueños ni con sus aspiraciones. En todas épocas se ha manifestado con igual vivacidad esa opinion nacional, considerándose constantemente el poder temporal del Papa como el principal obstáculo para que sea satisfecha esa opinion.

En el transcurso de los dos siglos precedentes esas quejas callaban ante la prosperidad general del pontificado, por el cual afluian á Roma abundantes recursos de todas partes del mundo; pero los grandes cambios acaecidos en Europa en los últimos cincuenta años han secado la fuente de la prosperidad romana, obligando á la Iglesia á contentarse esclusivamente con las rentas de su territorio, de donde nace la penuria que cada año se hace mayor y que impele los ánimos como por una fácil pendiente á discutir y atacar los actos del gobierno.

El pontificado protegido hasta aquí por un gran prestigio, comienza á desmerecer en la estimacion del pueblo. En el resto de Europa han desaparecido los últimos rastros de las antiguas soberanías eclesiásticas, en las que nada estraordinario veian nuestros padres, porque estaban acostumbrados á ellas; mas á los ojos de la generacion nueva, un gobierno de esa especie, único que ha quedado en pié en el mundo, es una anomalía que se critica con prodigalidad á la vez que el sistema constitucional, tan atractivo y seductor para los pueblos, se ha plantado insensiblemente en el mayor número de los Estados.

¿Es conforme, se pregunta, al espíritu del siglo, es conveniente obedecer á un sacerdote y perpetuar así un rancio sistema? ¡ni cómo seria posible por otra parte establecer la libertad pública y la libre discusion al frente de un poder en cuyo dominio entra la infalibilidad en materias espirituales y que se apoya esclusivamente en el principio de autoridad? ¿Cómo ha de organizarse la Italia poderosa mientras que la península está dividida en dos partes distintas por un Estado cuya naturaleza le fuerza á ser neutral y aislado de todos los conflictos europeos? ¿Cómo puede la Italia representar un gran papel cuando su parte central está bajo la posesion de un soberano que no cine espada? Otras causas no menos poderosas sirven de estímulo á esas tendencias hostiles.

Siempre habia tenido la Italia el cetro, si no de la guerra ó de la política que no son exactamente de su competencia, á lo menos de la civilizacion, de las ciencias y de las artes, y todos han conocido que ese cetro se le iba de las manos. Diariamente noticiaba la prensa con sus

mil voces á los italianos los progresos de sus vecinos, haciéndoles conocer que les adelantaban en muchos puntos; y si merced á la ceguedad de amor propio nacional no ha llegado ésta á ser una opinion universal, no es menos cierto que una gran parte de la poblacion, se ha sentido amenazada hasta en los últimos atrincheramientos de su legítimo orgullo, y he aquí un nuevo y terrible cargo contra los gobernantes, cargo al cual servia de estímulo no corto, la tolerancia francamente propalada de muchos gabinetes respecto de las quejas de los pueblos.

Las revoluciones y asonadas no podian dejar de germinar fácilmente en un terreno preparado así, y ellas han trastornado el pais, dejando profundos surcos á su paso. La momentánea victoria obtenida sobre el pontificado, le habia despojado completamente de todo su prestigio. Ya no era la arca santa contra la cual ningun esfuerzo humano podria prevalecer. En vano acumulaba concesiones unas sobre otras, porque ya se disputaba el principio mismo de su existencia, cuya cesacion era una idea con la que se iban familiarizando, atribuyendo la vanidad nacional sus males á una administracion que por su misma naturaleza escepcional facilitaba la inculpacion; y como las pasiones hostiles adquieren nuevas fuerzas á la vista de un triunfo inesperado, que por mucho tiempo parecia imposible, las preocupaciones contra lo que se lla ma un gobierno sacerdotal, habian llegado al punto mas culminante. Preciso es hacer ciertas observaciones acerca del carácter particular de los italianos. Su rasgo mas prominente es la inteligencia, la penetracion, la concepcion viva de todo, dones preciosos que la Providencia ha derramado sobre la Italia, con mas profusion que en ninguna otra parte, y que brillan todavía con todo su antiguo lustre, pero que parecen comprados á precio muy caro, salvo algunas escepciones notables, con la falta absoluta de otras cualidades como la energía, la fuerza de alma y el verdadero valor civil. Es raro ver á los italianos firmemente unidos entre sí; siempre desconfiando, viven divididos; faltos de confianza, que no la tienen sino en sí mismos, se aislan, de donde proviene que no tengan ni asociaciones comerciales ó manufactureras, ni intereses comunes, ni combinaciones para los negocios públicos ó privados: con semejantes disposiciones están desprovistos del elemento esencial del poder público, faltándoles totalmente la fuerza organizada.

Un ejército cuya uniformidad dependa de la confianza recíproca de los soldados y de la obediencia á su general, es imposible que exista: podrán sus filas verse completas en las revistas, pero á la hora del peligro, los gefes son acusados de traicion, y los soldados no pueden contar con sus compañeros. Esta falta de equilibrio entre la inteligencia y el carácter de los italianos, da la clave de toda su historia y esplica el estado de inferioridad política en que han permanecido respecto de los demas pueblos de Europa.

Jamas han sabido por sí mismos hacer otra cosa mas que disputar en las plazas públicas, adoptar partidos estremos, consumirse en estériles agitaciones, dividirse y subdividirse hasta lo infinito, y entregar su pais al primer ocupante ya frances, ya español ó aleman. Cada nacion sufre la pena de sus propios defectos; pero ¿quién podrá hacerle

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